Desde el principio, la idea sonaba extraña. Y no era para menos, digo, ¿a quién en su sano juicio se le ocurre ir al centro a tomar micheladas en pleno Viernes Santo y, peor aún, en esta nuestra capital? Tal como lo imaginé, fui vilmente engañado. Todo era parte de un malévolo y religioso plan. Iluso yo, había creado un concepto imaginario, todos nos sentábamos en una mesa de plástico barata, con botanas aún más baratas, e intercambiábamos comentarios entre sorbo y sorbo que le dábamos a nuestros vasos de unicel con capacidad de un litro, llenos con aquel líquido que, según todos, fue creado aquí en San Luis Potosí (aunque, cosa extraña, más de cuarenta y cinco ciudades juran sobre sus ancestros que fue en ellas donde se creó la michelada). Pero la vida decidió que eso era exactamente lo que no tendría este día. Sigo sin entender cómo es que sobreviví a la alternativa que no tuve opción de elegir. Por otro lado, es este tipo de experiencias las que hacen que uno revalorice su vida, que se dé cuenta que debe cambiar, que hay más en esta vida que sentarse desde las 19:30 hasta las 22:40 en el asiento veintitrés de la sección limón y ser torturado hasta la muerte por un interminable desfile de personas que, cada tres segundos dan un solo paso (y eso con suerte). Hablo, claro está, de la temible pero tradicional Procesión del Silencio. Aunque, eso de “del Silencio” está un poco lejos de la realidad pues, aunque los procesionistas tienen el botón de mute en sus bocas, jamás había oído tambores y trompetas tan (desafinados y) estridentes en las calles de Centro Histórico.
Mientras mi acompañante y yo notábamos que nuestra vida iba disminuyendo lentamente, a nuestro alrededor había decenas de personas con enormes sonrisas, ojos atentos que brillaban con emoción y una interminable lluvia de flashes fotográficos. Mi cerebro jamás llegará a comprender qué tiene de interesante ver a 29 grupos de personas caminando lentamente por las calles del centro de la ciudad durante más dos horas. Peor aún si tomamos en cuenta que esto se repite anualmente desde hace 57 años, y es no sólo un evento cultural más en nuestra ciudad, sino el evento máximo que San Luis presume internacionalmente, el único (aparte de la FENAPO) que es punto crítico y visita obligada para todo turista que se respete de serlo. Es, casi, el evento que representa a nuestra ciudad, no, a nuestro estado. Aún así, mientras lo presenciaba todo con mis ojos, podía escuchar los gritos de agonía de cada una de las neuronas y tejidos que prefirieron acabar con su ciclo de vida. Es terrible, no hay otra palabra.
Pero, eso no quiere decir que opine que tal evento deba ser evaporado de una buena vez. Todo lo contrario. A pesar de estar a punto de cometer un suicidio premeditado y querer asistir en otro, soy capaz de entender el valor simbólico y religioso de esta procesión. Me parece totalmente válido que las personas con una alta creencia y fe religiosa deseen unirse a esta marcha de tristeza, debida a la (anual) muerte de Jesucristo. Es, hasta cierto punto, loable que muchos pecadores quieran expiar sus culpas caminando descalzos, con cadenas o cargando infames estatuas de más de cuatro metros de altura y vaya usted a saber cuántos kilos de peso (aunque, no dejaba de preguntarme si no habría entre ellos algún asesino o violador que, como hizo las tres penitencias que mencioné al mismo tiempo, cree que su crimen ha sido pagado y se sienta con la capacidad de continuar con su vida como si nada). Hasta soy capaz de procesar la idea de que los familiares de tales individuos o los benefactores de aquella cofradía se sienten en las banquetas para acompañar a estas personas en su recorrido, y demostrar su tristeza por la muerte de tan importante personaje y símbolo. Creo que tanto fervor y devoción es admirable.
Lo que encuentro como una situación reverendamente ilógica es que turistas y personas sin relación alguna con los caminantes, se agolpen a los lados del recorrido para disfrutar de un desfile muy escasamente colorido integrado por personas totalmente desconocidas (y casi siempre anónimas) a una velocidad inigualablemente lenta. Digo, quizá hay alguno que otro que disfrute del dolor humano y que le provoque placer ver las caras infladas y rojizas de los seres humanos que caminan bajo el peso de las estatuas de obscenas proporciones, pero después de la quinta o sexta, ya no tiene chiste. Peor aún, hay personas que van uno o dos días antes a comprar sus sillas (incomodas como la fregada, debo añadir) para no perderse de las dos horas y media que dura el evento. No llego a comprender tales acciones. Ni siquiera la curiosidad es capaz de ser tan poderosa como para aguantar tanta cantidad de tiempo viendo lo mismo pero con diferentes colores. Es decir, ¿cuál es el punto? ¿Qué es acaso un sacrificio para los feligreses estar sentados por más de dos horas al aire libre viendo caminar personas disfrazados de algo que ciertamente no se parece para nada al Ku-Klux-Klan? ¿Uno demuestra su pésame estando sentado y comiendo los molletes de a tres por diez, o tomándose su litro de tepache que compró diez minutos antes en la kermés justo detrás del evento? Es todavía más complicado entender cómo es que un evento de la seriedad y profundidad de la Procesión del Silencio es “celebrado” al mismo tiempo con una kermés llena de malteadas, molletes y fruta picada. ¿Qué no se supone que es un día triste porque es cuando muere Jesús? ¿Cómo diablos funciona este asunto?
Es como si, de repente, a alguien se le ocurriera hacer el magnífico negocio de poner sillas a los lados de los caminos que utilizan los sanjuaneros para peregrinar hasta su destino, y sentarse ahí, bajo el sol, viendo como la gente camina de rodillas por las calles. Mientras los feligreses observan a la pobre gente dejar sus pecados embarrados en la calle en forma de la piel que antes cubría sus rodillas, un maitré y un sommeliere se encargan de ofrecer los más finos vinos, cortes de carne y juegos de mesa para convivir en familia. Diversión garantizada con toques de fervor religioso; la nueva tradición religiosa potosina, señores y señoras. Peor aún, me imaginé que por cada tres sillas se regalara una indulgencia plenaria aplicable para un niño y un adulto como en la época de Lutero. ¿Lo peor de esta idea? Que no suena tan mal. Quizá me proponga inaugurar esta nueva “tradición potosina” el año que entra. Sería básicamente lo mismo, pero un poco más moderno. Al menos sería un concepto más original que el del evento celebrado en semana santa.
Creo que es importante comentar en ese punto, así nada más, como dato curioso, que en Zacatecas llevan desde 1590 haciendo cada año este mismo ritual de manera ininterrumpida. Hasta hubo una especie de simposio nacional este año, con la participación de todos los emblemáticos estados donde este evento se lleva a cabo y, se llegó a la conclusión de que Zacatecas es el estado más adepto a tal celebración, llevando 420 años seguidos haciéndolo. No sólo era el estado con más procesiones anuales ininterrumpidas, sino también el más antiguo. San Luis, como ya dije, lleva sólo 57, y con eso le basta para anunciarse casi como la sede nacional, la cuna oficial de la Procesión del Silencio. Lo cual es la prueba fehaciente de la enorme cantidad de eventos religioso-culturales importantes o “de altura” que se dan cita en nuestro estado cada año
Llevábamos una hora sentados, con nuestras posaderas hormigueando de tanto que habían sido sobreusadas en un lugar tan hostil como esas sillas de plástico, cuando nos dimos cuenta que apenas iba pasando la séptima cofradía. La séptima de veintinueve. Cada una más lenta que la anterior. Yo rezaba que en cualquier momento alguien se tropezara, o que se le cayera la capucha o, mejor aún, que alguien prendiera en fuego alguna cruz y se dedicara a diezmar a algún miembro de alguna minoría (no es que apoye eso, pero no se podrá negar que sería bastante más interesante y digno de ser recordado).
Lo único que pasaba por nuestras mentes durante el evento era que, de imprimirse una playera conmemorativa del evento para venta exclusiva al mercado turista, sería una parodia de la sumamente choteada playera de “Un amigo fue a [inserte aquí locación turística de su elección] y sólo me trajó esta playera”. Sólo que, en este caso, esta presumiría el siguiente texto: “Un amigo fue a la Procesión del Silencio, y aún no ha regresado…”
Y ahí estábamos, mi pareja y yo, comprobando empíricamente que es posible morir de puro aburrimiento, sobreviviendo sólo bajo la promesa de que si lográbamos no morir en el proceso de la procesión, podríamos ir a deleitar nuestros paladares con unos (aún más tradicionales) tacos rojos (promesa que, por cierto, jamás se cumplió), cuando finalmente dieron las 10:40, hora en que las motocicletas de la policía nos anunciaron el esperado final de este magno evento. Estaba pensando yo en lo poco sensible que quizá había sido al pensar tantas cosas de tan querida ocasión, pero en ese instante, tras dos horas y media de caminar más lento que un renacuajo en un desierto, los más de cincuenta niños que componían a la primera cofradía habían llegado a la meta y, con una cara que sólo podía significar un “¡AL FIN!” (así, con todo y mayúsculas) salían corriendo, tirando detrás de si su vestimenta y sus velas a pesar de los regaños de sus superiores, sólo para poder recuperar aunque fuera un poco de su felicidad y su libertad. ¿Qué otra cosa podía hacer sino sonreír y sentirme identificado con ellos?